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El orgullo es, sin duda, el más mortal de los pecados. Este causó la
caída de Satanás, y durante siglos ha engañado a innumerables
hombres y mujeres.
David, el rey más grande de Israel, no permitiría el orgullo en su
vida. Él declaró: "Señor, mi corazón no es orgulloso; mis ojos no
son altivos. No me intereso en cuestiones demasiado grandes o
impresionantes que no puedo asimilar." (Salmo 131:1). La asociación
con los ricos, intelectuales o políticos "que mueven los hilos" hace
a algunos considerarse importantes, como lo hizo Amán en el libro de
Ester.
David, sin embargo, estaba dispuesto a no asociarse con nadie y aún
así se mantuvo seguro en quién era. Recordó que su alma estaba tan
silenciosa como un "niño recién amamantado en el regazo de su madre"
(v. 2, NVI). Los niños destetados no luchan por su posición o
alimento, sino que están relajados en el regazo de sus madres. Las
personas orgullosas, por otro lado, están siempre inquietas.
Presionan por una posición y notoriedad y trabajan desde todos los
ángulos para alcanzarla.
Como si fuéramos bebés en el regazo de Dios, ¡relajémonos y dejemos
que Él nos exalte! ¡Vamos a vivir más y llegar más lejos así!
345 días pasaron. ¡Quedan solo 20!
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