18Cierto
día, el niño, ya más grande, salió a ayudar a su padre en el
trabajo con los cosechadores, 19y
de repente gritó: «¡Me duele la cabeza! ¡Me duele la
cabeza!».
Su padre le dijo a uno de sus sirvientes: «Llévalo a casa,
junto a su madre».
20Entonces
el sirviente lo llevó a su casa, y la madre lo sostuvo en su
regazo; pero cerca del mediodía, el niño murió. 21Ella
lo subió y lo recostó sobre la cama del hombre de Dios;
luego cerró la puerta y lo dejó allí.22Después
le envió un mensaje a su esposo: «Mándame a uno de los
sirvientes y un burro para que pueda ir rápido a ver al
hombre de Dios y luego volver enseguida».
23—¿Por
qué ir hoy? —preguntó él—. No es ni festival de luna nueva
ni día de descanso.
Pero ella dijo:
—No importa.
24Entonces
ensilló el burro y le dijo al sirviente: «¡Apúrate! Y no
disminuyas el paso a menos que yo te lo diga».
25Cuando
ella se acercaba al hombre de Dios, en el monte Carmelo,
Eliseo la vio desde lejos y le dijo a Giezi: «Mira, allí
viene la señora de Sunem.26Corre
a su encuentro y pregúntale: “¿Están todos bien, tú, tu
esposo y tu hijo?”».
«Sí —contestó ella—, todo está bien».
27Sin
embargo, cuando ella se encontró con el hombre de Dios en la
montaña, se postró en el suelo delante de él y se agarró de
sus pies. Giezi comenzó a apartarla, pero el hombre de Dios
dijo: «Déjala. Está muy angustiada, pero el Señor no
me ha dicho qué le pasa».
28Entonces
ella dijo: «¿Acaso yo te pedí un hijo, señor mío? ¿Acaso no
te dije: “No me engañes ni me des falsas esperanzas”?».
29Enseguida
Eliseo le dijo a Giezi: «¡Prepárate para salir de viaje, toma
mi vara y vete! No hables con nadie en el camino. Ve rápido
y pon la vara sobre el rostro del niño».
30Pero
la madre del niño dijo: «Tan cierto como que el Señor vive
y que usted vive, yo no regresaré a mi casa a menos que
usted venga conmigo». Así que Eliseo volvió con ella.
31Giezi
se adelantó apresuradamente y puso la vara sobre el rostro
del niño, pero no pasó nada. No daba señales de vida.
Entonces regresó a encontrarse con Eliseo y le dijo: «El
niño sigue muerto».
32En
efecto, cuando Eliseo llegó, el niño estaba muerto, acostado
en la cama del profeta. 33Eliseo
entró solo, cerró la puerta tras sí y oró al Señor. 34Después
se tendió sobre el cuerpo del niño, puso su boca sobre la
boca del niño, sus ojos sobre sus ojos y sus manos sobre sus
manos. Mientras se tendía sobre él, ¡el cuerpo del niño
comenzó a entrar en calor! 35Entonces
Eliseo se levantó, caminó de un lado a otro en la
habitación, y se tendió nuevamente sobre el niño. ¡Esta vez
el niño estornudó siete veces y abrió los ojos!
36Entonces
Eliseo llamó a Giezi y le dijo: «¡Llama a la madre del
niño!».
Cuando ella entró, Eliseo le dijo: «¡Aquí tienes, toma a tu
hijo!». 37Ella
cayó a los pies de Eliseo y se inclinó ante él llena de
gratitud. Después tomó a su hijo en brazos y lo llevó abajo.
Milagros durante un tiempo de hambre
38Eliseo
regresó a Gilgal, y había hambre en la tierra. Cierto día,
mientras un grupo de profetas estaba sentado frente a él, le
dijo a su sirviente: «Pon una olla grande al fuego y prepara
un guisado para el resto del grupo».
39Entonces
uno de los jóvenes fue al campo a recoger hierbas y regresó
con el bolsillo lleno de calabazas silvestres. Las cortó en
tiras y las puso en la olla, sin darse cuenta de que eran
venenosas. 40Sirvieron
un poco del guisado a los hombres, quienes después de comer
uno o dos bocados, gritaron: «¡Hombre de Dios, este guisado
está envenenado!». Así que no quisieron comerlo.
41Eliseo
les dijo: «Tráiganme un poco de harina». Entonces la arrojó
en la olla y dijo: «Ahora está bien, sigan comiendo». Y ya
no les hizo daño.
42Otro
día, un hombre de Baal-salisa le trajo al hombre de Dios un
saco de grano fresco y veinte panes de cebada que había
preparado con el primer grano de su cosecha. Entonces Eliseo
dijo:
—Dénselo a la gente para que coma.
43—¿Qué?
—exclamó el sirviente—. ¿Alimentar a cien personas solo con
esto?
Pero Eliseo reiteró:
—Dénselo a la gente para que coma, porque esto dice el Señor:
“¡Todos comerán, y hasta habrá de sobra!”.
44Cuando
se lo dieron a la gente, hubo suficiente para todos y sobró,
tal como el Señor había
prometido.
2 Reyes 5
Naamán es sanado
1El
rey de Aram sentía una gran admiración por Naamán, el
comandante del ejército, porque el Señor le
había dado importantes victorias a Aram por medio de él;
pero a pesar de ser un poderoso guerrero, Naamán padecía de
lepra.
2En
ese tiempo, los saqueadores arameos habían invadido la
tierra de Israel, y entre sus cautivos se encontraba una
muchacha a quien habían entregado a la esposa de Naamán como
criada. 3Cierto
día, la muchacha le dijo a su señora: «Ojalá que mi amo
fuera a ver al profeta de Samaria; él lo sanaría de su
lepra».
4Entonces
Naamán le contó al rey lo que había dicho la joven
israelita. 5«Ve
a visitar al profeta —le dijo el rey de Aram—. Te daré una
carta de presentación para que se la lleves al rey de
Israel».
Entonces Naamán emprendió viaje y llevaba de regalo
trescientos cuarenta kilos de plata, sesenta y ocho kilos de
oro, y
diez mudas de ropa. 6La
carta para el rey de Israel decía: «Mediante esta carta
presento a mi siervo Naamán. Quiero que lo sanes de su
lepra».
7Cuando
el rey de Israel leyó la carta, horrorizado, rasgó sus
vestiduras y dijo: «¡Este hombre me manda a un leproso para
que lo sane! ¿Acaso soy Dios para dar vida y quitarla? Creo
que solo busca pelear conmigo».
8Sin
embargo, cuando Eliseo, hombre de Dios, supo que el rey de
Israel había rasgado sus vestiduras en señal de aflicción,
le envió este mensaje: «¿Por qué estás tan disgustado?
Envíame a Naamán, así él sabrá que hay un verdadero profeta
en Israel».
9Entonces
Naamán fue con sus caballos y carros de guerra y esperó
frente a la puerta de la casa de Eliseo;10pero
Eliseo le mandó a decir mediante un mensajero: «Ve y lávate
siete veces en el río Jordán. Entonces tu piel quedará
restaurada, y te sanarás de la lepra».
11Naamán
se enojó mucho y se fue muy ofendido. «¡Yo creí que el
profeta iba a salir a recibirme! —dijo—. Esperaba que él
moviera su mano sobre la lepra e invocara el nombre del Señor su
Dios ¡y me sanara! 12¿Acaso
los ríos de Damasco —el Abaná y el Farfar— no son mejores
que cualquier río de Israel? ¿Por qué no puedo lavarme en
uno de ellos y sanarme?». Así que Namaán dio media vuelta y
salió enfurecido.
13Sus
oficiales trataron de hacerle entrar en razón y le dijeron:
«Señor, si
el profeta le hubiera pedido que hiciera algo muy difícil,
¿usted no lo habría hecho? Así que en verdad debería
obedecerlo cuando sencillamente le dice: “¡Ve, lávate y te
curarás!”». 14Entonces
Naamán bajó al río Jordán y se sumergió siete veces, tal
como el hombre de Dios le había indicado. ¡Y su piel quedó
tan sana como la de un niño, y se curó! 15Después
Naamán y todo su grupo regresaron a buscar al hombre de
Dios. Se pararon ante él, y Naamán le dijo:
—Ahora sé que no hay Dios en todo el mundo, excepto en
Israel. Así que le ruego que acepte un regalo de su siervo.
16Pero
Eliseo respondió:
—Tan cierto como que el Señor vive,
a quien yo sirvo, no aceptaré ningún regalo.
Aunque Naamán insistió en que aceptara el regalo, Eliseo se
negó. 17Entonces
Naamán le dijo:
—Está bien, pero permítame, por favor, cargar dos de mis
mulas con tierra de este lugar, y la llevaré a mi casa. A
partir de ahora, nunca más presentaré ofrendas quemadas o
sacrificios a ningún otro dios que no sea el Señor. 18Sin
embargo, que el Señor me
perdone en una sola cosa: cuando mi amo, el rey, vaya al
templo del dios Rimón para rendirle culto y se apoye en mi
brazo, que el Señor me
perdone cuando yo también me incline.
19—Ve
en paz —le dijo Eliseo.
Así que Naamán emprendió el regreso a su casa.
La codicia de Giezi
20Ahora
bien, Giezi, el sirviente de Eliseo, hombre de Dios, se dijo
a sí mismo: «Mi amo no debería haber dejado ir al arameo sin
aceptar ninguno de sus regalos. Tan cierto como que el Señor vive,
yo iré tras él y le sacaré algo». 21Entonces
Giezi salió en busca de Naamán.
Cuando Naamán vio que Giezi corría detrás de él, bajó de su
carro de guerra y fue a su encuentro.
—¿Está todo bien? —le preguntó Naamán.
22—Sí
—contestó Giezi—, pero mi amo me mandó a decirle que acaban
de llegar dos jóvenes profetas de la zona montañosa de
Efraín; y él quisiera treinta y cuatro kilos de
plata y dos mudas de ropa para ellos.
23—Por
supuesto, llévate el doble de
la plata —insistió Naamán.
Así que le dio dos mudas de ropa, amarró el dinero en dos
bolsas y mandó a dos de sus sirvientes para que le llevaran
los regalos. 24Cuando
llegaron a la ciudadela,Giezi
tomó los regalos de mano de los sirvientes y despidió a los
hombres. Luego entró en su casa y escondió los regalos.
25Cuando
entró para ver a su amo, Eliseo le preguntó:
—¿Adónde fuiste, Giezi?
—A ninguna parte —le contestó él.
26Pero
Eliseo le preguntó:
—¿No te das cuenta de que yo estaba allí en espíritu cuando
Naamán bajó de su carro de guerra para ir a tu encuentro?
¿Acaso es momento de recibir dinero y ropa, olivares y
viñedos, ovejas y ganado, sirvientes y sirvientas? 27Por
haber hecho esto, tú y todos tus descendientes sufrirán la
lepra de Naamán para siempre.
Cuando Giezi salió de la habitación, estaba cubierto de
lepra; su piel se puso blanca como la nieve.
El concilio de Jerusalén
1Cuando
Pablo y Bernabé estaban en Antioquía de Siria, llegaron unos hombres de
Judea y comenzaron a enseñarles a los creyentes: «A
menos que se circunciden como exige la ley de Moisés, no podrán ser
salvos».2Pablo
y Bernabé no estaban de acuerdo con ellos y discutieron con vehemencia.
Finalmente, la iglesia decidió enviar a Pablo y a Bernabé a Jerusalén,
junto con algunos creyentes del lugar, para que hablaran con los
apóstoles y con los ancianos sobre esta cuestión. 3La
iglesia envió a los delegados a Jerusalén, quienes de camino se
detuvieron en Fenicia y Samaria para visitar a los creyentes. Les
contaron —para alegría de todos— que los gentiles también
se convertían.
4Cuando
llegaron a Jerusalén, toda la iglesia —incluidos los apóstoles y los
ancianos— dio la bienvenida a Pablo y a Bernabé, quienes les informaron
acerca de todo lo que Dios había hecho por medio de ellos.5Pero
después algunos creyentes que pertenecían a la secta de los fariseos se
pusieron de pie e insistieron: «Los convertidos gentiles deben ser
circuncidados y hay que exigirles que sigan la ley de Moisés».
6Así
que los apóstoles y los ancianos se reunieron para resolver este asunto. 7En
la reunión, después de una larga discusión, Pedro se puso de pie y se
dirigió a ellos de la siguiente manera: «Hermanos, todos ustedes saben
que hace tiempo Dios me eligió de entre ustedes para que predicara a los
gentiles a fin de que pudieran oír la Buena Noticia y creer. 8Dios
conoce el corazón humano y él confirmó que acepta a los gentiles al
darles el Espíritu Santo, tal como lo hizo con nosotros. 9Él
no hizo ninguna distinción entre nosotros y ellos, pues les limpió el
corazón por medio de la fe.10Entonces,
¿por qué ahora desafían a Dios al poner cargas sobre los creyentes gentiles
con un yugo que ni nosotros ni nuestros antepasados pudimos llevar? 11Nosotros
creemos que todos somos salvos de la misma manera, por la gracia no
merecida que proviene del Señor Jesús».
12Todos
escucharon en silencio mientras Bernabé y Pablo les contaron de las
señales milagrosas y maravillas que Dios había hecho por medio de ellos
entre los gentiles.
13Cuando
terminaron, Santiago se puso de pie y dijo: «Hermanos, escúchenme.14Pedro les
ha contado de cuando Dios visitó por primera vez a los gentiles para
tomar de entre ellos un pueblo para sí mismo. 15Y
la conversión de los gentiles es precisamente lo que los profetas
predijeron. Como está escrito:
16“Después
yo volveré
y restauraré la casa caída
de David.
Reconstruiré sus ruinas
y la restauraré,
17para
que el resto de la humanidad busque al Señor,
incluidos todos los gentiles,
todos los que he llamado para que sean míos.
El Señor ha
hablado,
18Aquel
que hizo que estas cosas se dieran a conocer desde hace mucho”.
19»Y
mi opinión entonces es que no debemos ponerles obstáculos a los gentiles
que se convierten a Dios. 20Al
contrario, deberíamos escribirles y decirles que se abstengan de comer
alimentos ofrecidos a ídolos, de inmoralidad sexual, de comer carne de
animales estrangulados y de consumir sangre. 21Pues
esas leyes de Moisés se han predicado todos los días de descanso en las
sinagogas judías de cada ciudad durante muchas generaciones».
Carta para los creyentes gentiles
22Entonces
los apóstoles y los ancianos, junto con toda la iglesia de Jerusalén,
escogieron delegados y los enviaron a Antioquía de Siria con Pablo y
Bernabé para que informaran acerca de esta decisión. Los delegados
escogidos eran dos de los líderes de la iglesia:Judas
(también llamado Barsabás) y Silas.23La
carta que llevaron decía lo siguiente:
«Nosotros, los apóstoles y los ancianos, sus hermanos de Jerusalén,
escribimos esta carta a los creyentes gentiles de Antioquía, Siria y
Cilicia. ¡Saludos!
24»Tenemos
entendido que unos hombres de aquí los han perturbado e inquietado con
su enseñanza, ¡pero nosotros no los enviamos! 25Así
que decidimos, después de llegar a un acuerdo unánime, enviarles
representantes oficiales junto con nuestros amados Bernabé y Pablo, 26quienes
han arriesgado la vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo. 27Les
enviamos a Judas y a Silas para confirmar lo que hemos decidido con
relación a la pregunta de ustedes.
28»Pues
nos pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros no imponer sobre ustedes
una carga mayor que estos pocos requisitos: 29deben
abstenerse de comer alimentos ofrecidos a ídolos, de consumir sangre o
la carne de animales estrangulados y de la inmoralidad sexual. Si hacen
esto, harán bien. Adiós».
30Los
mensajeros salieron de inmediato para Antioquía, donde convocaron a una
reunión general de los creyentes y entregaron la carta.31Y
hubo mucha alegría en toda la iglesia ese día cuando leyeron este
mensaje alentador.
32Entonces
Judas y Silas, ambos profetas, hablaron largo y tendido con los
creyentes para animarlos y fortalecerlos en su fe. 33Se
quedaron allí un tiempo, y luego los creyentes los enviaron de regreso a
la iglesia de Jerusalén con una bendición de paz. 35Pablo
y Bernabé se quedaron en Antioquía. Ellos y muchos otros enseñaban y
predicaban la palabra del Señor en esa ciudad.